Miles de venezolanos siguen migrando a Colombia. Estos religiosos les ofrecen un hogar lejos de casa

PALMIRA, Colombia (AP) — Hace tres años que Douarleyka Velásquez abandonó Venezuela y su carrera en Recursos Humanos.

Su nuevo trabajo no figuraba en sus planes laborales, pero la llena de orgullo. Como encargada de limpieza de un refugio migratorio en Colombia, trata de hacer sentir como en casa a venezolanos que también dejaron su país para buscar una vida mejor.

“Aquí siento que puedo ayudar a mis hermanos, a mis connacionales que vienen y van”, cuenta la mujer de 47 desde el Hogar de Paso Papa Francisco en Palmira, una ciudad de unos 350 mil habitantes en el suroeste colombiano.

Según la Agencia de la ONU para los Refugiados, más de 7,7 millones de venezolanos han migrado desde 2014, lo que constituye el éxodo más grande en la historia reciente de América Latina. Colombia concentra el mayor número de migrantes de Venezuela, con más de 2,8 millones de venezolanos en su territorio, de acuerdo con datos de la Organización Internacional para las Migraciones y del propio gobierno colombiano.

La creciente presencia de migrantes llevó a algunos grupos, incluida la Iglesia católica, a abrir centros de atención para enfrentar el fenómeno. La Diócesis de Palmira, por ejemplo, fundó en 2020 el Hogar de Paso Papa Francisco.

El sacerdote católico Arturo Arrieta, quien encabeza diversas iniciativas de derechos humanos desde la Diócesis, cuenta que Palmira suele ser un punto de tránsito para los migrantes. Algunos llegan provenientes de Cali antes de seguir hacia el Darién, una peligrosa selva que conecta a Colombia con Panamá y es atravesada por miles que apuntan a Norteamérica. Otros, cuando no pueden seguir migrando o desean volver a casa y necesitan un sitio de descanso antes de iniciar el regreso.

“Este hogar es uno de los pocos que existen en la ruta,” asegura Arrieta. “La cooperación internacional dejó de apoyar estos hogares porque creen que así van a desestimar la migración, pero eso nunca va a pasar. Todo lo contrario, genera más desprotección”.

Los migrantes pueden pasar hasta cinco días en el albergue, pero hay excepciones. A Velásquez, la responsable de limpieza, se le permitió integrarse al equipo cuando decidió quedarse a vivir en Palmira. Lo mismo ocurrió con Karla Méndez, quien trabaja en la cocina y dice que cocinar platillos típicos venezolanos para sus compatriotas la llena de dicha.

De acuerdo con Arrieta, al hogar de paso llegan, sobre todo, familias, mujeres que viajan solas y comunidad LGBTQ+. A todos se les ofrece alimento y vestimenta. Las instalaciones incluyen regaderas, un espacio lúdico para niños y jaulas para mascotas.

Aunado a esto, el equipo ofrece información sobre trata de personas y apoya tanto a mujeres que han sido víctimas de abuso como a menores que viajan solos.

“Aquí han llegado mamás buscadoras que regresan o van hacia el Darién a una búsqueda sin fin”, refiere Arrieta. “Familias enteras están buscando a sus desaparecidos, que desaparecieron por migrar”.

Aunque no hay cifras oficiales sobre el número de migrantes que han desaparecido —en parte porque muchos de ellos viajan de manera irregular— la situación ha sido alertada por diversas organizaciones.

De acuerdo con Marcela Rodríguez, de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, los accesorios y prendas que portaban algunas personas sin identificar y cuyos restos han sido hallados recientemente les permiten intuir que se trata de migrantes.

Arrieta sabe que no puede proteger a todos los migrantes de los peligros que implica su travesía, pero hace cuanto puede por ofrecerles protección en el albergue.

“El lema de nosotros es que somos la caricia de Dios”, refiere. “Es difícil en medio de las angustias que viven, pero que aquí encuentren un oasis es muy importante”.

Velásquez, quien emigró de Venezuela para que su hija menor pudiera acceder a una mejor educación, dice que dejar todo fue difícil, pero ahora su marido, sus dos hijas y su nieto se sienten como en casa.

“Me siento súper orgullosa de lo que hago”, asegura. “Siempre les hablo (a los migrantes) de manera positiva, que les va a ir muy bien a donde quiera que vayan”.

Un piso arriba, la venezolana Mariana Ariza tiene 20 años y enfrenta un dilema que comparten miles de viajeros como ella: ¿Y ahora a dónde voy?

Tras dejar su país en 2020 llegó a Bogotá con su hijo de dos años y se convirtió en trabajadora sexual para poder mantenerlo.

“Es muy duro para muchos emigrar y no conseguir trabajo”, afirma. “Yo hago lo que sea por mis hijos, no los voy a dejar nunca morirse de hambre”.

De momento no sabe si volver a Venezuela para reencontrarse con su familia o dirigirse a Ecuador, donde cree que podría hallar mejores oportunidades.

“Algunas personas dicen: ‘Tú trabajas en ese trabajo porque no sabes hacer nada’, pero es cierto”, dice. “Yo aprendí muchas cosas, pero no he tenido la plata o la oportunidad para salir adelante”.

A más de 400 kilómetros de Palmira, en Bogotá, el sacerdote René Rey ha pasado décadas apoyando a trabajadoras sexuales colombianas y personas de la comunidad LBGTQ+ con VIH, pero recientemente también empezó a cobijar a migrantes venezolanos.

El religioso notó que el flujo migratorio incrementó desde 2017, cuando una serie de protestas estalló en Venezuela en respuesta a un intento del gobierno por despojar a la Asamblea Nacional de sus competencias.

“Fue una oleada muy fuerte”, cuenta Rey. “Muchas de ellas, que en las travesía fueron violadas, abusadas con fines de explotación sexual, laboral, también llegaron acá”.

Según explica, cerca de la mitad de las trabajadoras sexuales del Santa Fe —el barrio en el que trabaja— son venezolanas y la mayoría tiene entre 21 y 24 años.

La casa que funge como centro de operaciones de la Fundación Eudes, a la que pertenece, es conocida como “El Refugio”. Desde ahí Rey y varios voluntarios realizan labores de prevención de VIH y preparan almuerzos para personas en situación de calle. También ahí, donde colombianos y extranjeros convergen para participar en actividades religiosas, algunas trabajadoras sexuales de la comunidad trans venezolana han encontrado un espacio seguro para ejercer su fe.

“Nosotros simplemente decimos: ‘Dios pasa por aquí, ¿cómo estás?’ Nuestra pretensión es ser amigos”, dice Rey. “Yo creo que esos encuentros de honestidad provocan algo nuevo. Ahí sí creo que está el Espíritu Santo”.

En El Refugio hay un grupo de oración liderado por Lía Roa, una mujer trans colombiana que fue seminarista y pasó años batallando para sentirse bienvenida en la Iglesia católica.

Inicialmente Rey la invitó a participar en actividades con personas de la comunidad trans durante Semana Santa, pero luego pensó: ¿Y si pudiera tener un papel más importante en nuestra iglesia? Entonces le propuso al cardenal que encabezara un grupo de oración y éste, gustoso, dijo que sí.

El grupo, integrado por una media docena de trabajadoras sexuales trans, casi todas de Venezuela, se encuentra en El Refugio los sábados. Primero comparten una comida. Luego platican, meditan y rezan.

“Ha sido retante porque Santa Fe es la Meca de las mujeres trans”, refiere Roa. “Ellas llegan con unas historias muy fuertes que obligan a una invisibilización de su ser y a que se vuelvan objetos a tal punto van perdiendo esa dignidad de humanas y de hijas de Dios”.

Varias le han dicho que migraron porque en Venezuela no encontraron espacios seguros mujeres trans. E incluso si la mayoría sólo está en Bogotá de paso antes de seguir hacia el Darién o retornar a su país, Roa siente que sus encuentros son significativos y les permite construir amistades honestas y amorosas.

“En palabras de ellas, este proceso se convierte en alimento espiritual para su caminar”.

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La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.